2/2/09

Día 1.

El día de mi decimoctavo aniversario, a las siete y cincuenta minutos de la mañana, cogí un avión que me llevaría a París: la ciudad del amor, del arte, de la bohemia, de la luz.

Después de pasar los controles de seguridad pertinentes me dirigí hacia la puerta de embarque, allí recibí mis últimas llamadas. Entré a la pista y hacía mucho frío y yo estaba nerviosa. Me subí a un bus que me llevaría al avión. Cuando el bus cerró sus puertas me dio la impresión de estar en un tren de mercancías como esos de la guerra y creo que la señora venezolana de mi lado lo notó porque inmediatamente empezó a darme conversación. Con un frío glaciar me subí al avión de AirFrance y me dispuse a fotografiar todas las nubes que había en el cielo. Dos asientos a la izquierda tenía yo a un hombre de color que ni me sonreía, se limitaba a mirarme de forma extraña como si yo fuera una intrusa. Al cabo de unos minutos se durmió. Cuando el avión estaba seguro en el cielo repartieron le petit déjeuner pero yo no tenía hambre porque había comido en el Pans&Company antes de embarcar. Mi compañero registrador con la mirada pidió un café au laît y cogió un croissant. Al girar la cabeza para mirarlo ya estaba durmiendo de nuevo. Este hombre es un caso. Debieron pensar que era un poco inepta porque un chico joven del servicio del avión me dio con la bandeja de las pastas en el brazo. El señor de color de mi lado era muy elegante. Vestía un traje gris oscuro que debía haberle costado lo que a mí todo el viaje. El reloj, los zapatos-bambas y el cinturón también parecían caros. Era como un clon de Vicente Izquierdo pero de distinta etnia. Yo en esos momentos ya había hecho bastantes fotografías. Además estaba en el asiento 9F la cual cosa me permitía ver todo el paisaje de una forma espectacular. En esos momentos solamente veía nubes pero antes había visto montañas y parecía todo como un pequeño pueblo liliputiense. Qué maravilla todo…

Estaba un poco asustada, tenía que afirmarlo. Tenía tres días para encontrarme a mí misma y qué mejor ciudad que París. La soledad no me asustaba, me asustaba lo que pudiera pensar o a las conclusiones a las que pudiera llegar. Pero no había vuelta atrás. Yo, la excéntrica jovenzuela de dieciocho recién cumplidos estaba volando sobre las nubes que me llevaban. Estaba camino de una experiencia inolvidable. Sabía que no me defraudaría. Y… quién sabe, quizá hasta fuera yo quien encontrase a la Maga (o quizá hasta la Maga llegara a ser yo misma).

Aterrizamos bien, Charles de Gaulle era más inmenso de lo que yo recordaba, unas cinco veces el Prat. Pero como siguiendo el camino dicen que se consigue todo yo seguí caminando y se me iluminó la cara cuando vi un cartel naranja que ponía Roissybus. Todo de gente esperando, yo solitaria rodeada de croatas, chinos, japoneses e italianos. Todos muy felices, sí, pero teniendo la misma cara, la de “a mí me da que nos perdemos”. Y fue la sensación de sí, de estar incrédula perdida en un lugar. Caminé la calle de las grandes Lafayette y como veía que el consumismo no era ni de buen trecho la solución, me dispuse a volver a la Opera Garnier y empezar desde el punto de partida. Fui delante, hice las fotografías merecidas y me senté totalmente guiri, con mapa, cámara, bolígrafo y un largo etcétera, a solucionar mi problema. Le puse al final coraje y me dije a mí misma: ¡Vamos a andar! Y así fue que andando, andando llegué a la Madeleine. Me recordaba a una mezcla entre Marta Panyella y Marius Querol. Mezcla de historia, arte y mundo clásico. Como mis pies ya no paraban llegué hasta la Concorde, donde habían puesto una noria como en Londres. Me desvié hacia la izquierda y entré en los Jardins des Tuileries. Puedo decir ahora que he visto tanto la historia de Roma como la mitología “en persona” ya que, tanto mitos como emperadores, todos, estaban allí representados con estatuas. Yo me helaba de frío, el frío me congelaba el cerebro y las botas se me estaban llenando de barro. No podía ni pensar. Es más, me atrevería a decir que ni siquiera era consciente de que estaba en París, sola (y creo que ahora tampoco soy consciente de ello del todo).

Finalmente un arco triunfal me anunció que había llegado al Louvre. Me volví a sentar pensando: “Va, vamos a hacerlo bien”, y me fui por la rive gauche. Caminé hasta el Musée d’Orsay y de allí me dirigía hacia la Tour Eiffel. Aún con voluntad tuve que pararme en una calle, entrar en una boulangerie y comprarme un suedois y una Coca-Cola para revitalizarme. Rodeada de niños y ancianos. Mi segunda amiga fue una paloma coja que tenía dos de los cinco dedos del pie, así que le di pan de mi suedois y hablé con ella. Creo que la gente del parque debía pensar que yo estaba majara. El caso es que me lo acabé en un visto y no visto y me fui a comprar la entrada para subir por enésima vez en la Tour Eiffel. Yo, lista y miradora de precios que soy elegí las escaleras. Pues a la familia de Gustave Eiffel le debían resonar los oídos porque cuando llegué arriba, después de subir trescientos treinta escalones y con la comida ya en los pies, sólo me acordaba de la madre que lo debió concebir. Fotos aquí, allá, e irme. Caminarme todos los Champs de Mars y llegar a l’École Militaire. Las botas más llenas aun de barro, los gemelos ya no me los sentía, así que casi no podía ni andar. Caminé por las calles y entré en una librería para comprar postales. Ahí hice mi primera enemiga: la señora del abrigo de piel que no cabía ni en un espacio entre dos secciones. Luego de la librería me fui al supermercado. Así que después de comprar tres manzanas y un paquete de galletas Lu me dirigí al Museé Rodin. No solamente me dejaron entrar gratuitamente sino que me felicitó todo el personal. Increíble museo, increíble Camille Claudel, increíble la sensación, el espacio perfecto para el/la artista. Y la sensación de tocar la obra de un maestro, tocar el resultado de la combinación de materia y forma, tocar el tiempo. Allí empecé a reflexionar un poco, quizá sea porque estaba en el banco de enfrente de “El pensador” de Rodin. Pensé sobre las relacones, los amores. Quizá soy demasiado nostálgica, no lo sé. Quizá en temas amorosos soy un poco novelesca, quién sabe, pero lo malo, el kid de la cuestión, es algo en lo que fallo: la confianza. El conocerse bien, sin prisa, con calma y dando lugar a los acontecimientos.

Pensaba por pensar así que me fui después de hacerle fotos a una pareja (¡bien, mi tercera amistad!). Así que el metro de Varennes tembló. Una buena experiencia. Es una especie de TMB pero parisino. Allí había de todo y con todos. Eso para mí es lo bueno de París. Hay mezclas de etnias, la gente no es tan racista como aquí y las parejas, amigos y conocidos, de etnias completamente distintas. El metro es más rápido que el de Barcelona, supongo que es porque la gente en París es más independiente. Bajé en Place du Clichy y a caminar se ha dicho. Subí dirección a Montmartre y me encontré con Abesses, ¡Qué lugar!, me encantaba. Luces, luces, luces, era como una especie de Nueva York personal y sexual, claro, porque todo eran sex shops. Subí una calle arriba y ¡casualité! Au marche de la butte delante de mis narices. Emoción, estaba en una calle no típica comercial, era una calle de barrio antiguo. Seguí bajando y encontré el hotel. Sentí tanta alegría que empecé a hacerle miles de fotografías. Entré y la recepcionista me pareció la persona más encantadora del mundo. Sería mi cuarta amiga. Me dio la llave, pagué y subí a la habitación número doce. Mi habitación daba a la calle Abesses así que veía todas las transformaciones del Montmartre propiamente dicho. Era bonita, pequeña y acogedora, como a mí me gustan. Me imaginaba esa habitación como una de esas que utilizaban los poetas malditos para escribir.

Después de colocarlo todo me dirigí hacia la tecnología, que en este hotel es gratuita (otro punto a favor) y recibí mails y mails. También escribí mi primera crónica. Subí de nuevo al cuarto y me fui a pasear por el barrio. Me enamoré. Es el barrio más precioso que he visto nunca. La rue des Abesses de noche era increíble. Cafés iluminados con luz roja, pescaderías, carnicerías, todo tipo de tiendas. Le Café des Deux Moulins de noche, en rojo e iluminado me encantó. Bajé hasta el boulevard Clichy y pasee, compré postales, sellos y guantes. Pasé por delante de cien sex shops, clubs y derivados. Fotografié el Moulin Rouge de noche, impactante, generoso y me dirigí al Monoprix donde hice las compras necesarias para mi higiene personal. Cené en un Quick, grasiento y de todo, pero da igual. Seguí caminando y me volví al hotel. Contacté unos momentos con la realidad a través de la tecnología y subí. Coloqué la compra en su sitio y escribí todas las postales. Estaba reventada. Sequé los calcetines y los pantalones en el radiador y me limpié las botas que estaban como un collage, llenas de barro. Me dispuse a leer “Los Puentes de Madison County” pero entre que la cama era demasiado cómoda y yo estaba demasiado cansada me dormí.

Me dormí con Montmartre animado, colorido. Cuando a mí se me cerraban los ojos al Restaurant Taroudant le palpitaban las luces, en el Café Bruant había parejas que se besaban y en la Boucherie Jacky Gaudin cerraban las persianas. Estaba rodeada de vida que se me estaba contagiando por segundos.

4 comentarios:

Juan A. dijo...

La bellísima, inigualable, engañosa ciudad de la luz...

Tu entrada aviva en el recuerdo la nostalgia.

Me quedaré un ratito en Montmartre, como aquel día.

Besos. Melancolía. Encore.

Rubén Darío Carrero dijo...

Yo fui sin tiempos tú amigo anonimo y continuamente una, dos y tres veces sin bordes, sin fin, sin regresos.
Hay en el mundo un lugar llamado Paris, tan grande, eterno y otra vez eterno. Un lugar donde amé a una mujer todavía sin conocerla.
La Maga, Beatriz, Laura, la Gala de Dali, la Eterna...un motivo, hay un motivo; es como ese cementerio sin ese poeta.

Beso

Paula dijo...

Que gran, que gran. :)
En volem més.

perezosa dijo...

ey esto q has escrito es x la peli de amelie¿¿?