21/2/09

Día 2.

Me dormí y a las siete du matin me desperté porque allí no tenía persianas y tampoco me había tapado mucho y Montmartre por la mañana es frío, gris y húmedo. Así que decidí que yo también sería fría, gris y húmeda y me quedé durmiendo una hora y media más.

A las ocho y treinta y cinco de la mañana de diecisiete de enero, con el que solamente me quedaban trescientos sesenta y cuatro días de dieciocho años, me levanté, me miré al espejo y sonreí. Me quedé mirando la calle. Montmartre, mi Montmartre, se había levantado conmigo y en el Café Bruant volvía a haber parejas besándose. Me duché con agua caliente, me arreglé y me comí unas galletas Lu porque me disponía a desayunar en la place du Tertre: café y crêpe, Así que cuando recogí, bajé a las tecnologías, tomé mi dosis de realidad matutina y volví a la habitación para prepararme y salir.

Dicen que lo más importante en un viaje no es el destino sino el trayecto y yo sabía que ese era mi trayecto. Esos días en París eran mi trayecto para encontrarme. Encontrar a la Andrea que estaba perdiendo por mi lio mental, mis no aclaraciones, por vivir dejando en un saco las adversidades. Todo eso me estaba volviendo demasiado neutral e insensible y no podía permitirlo. Esas calles adoquinadas me estaban dando la magia, La ilusión y el coraje que necesitaba.

Subí por el camino más lento, cuesta arriba y adoquinado, que podía haber para ir al Montmartre propiamente dicho y llegué arriba asmática. Lo primero que hice fue entrar en una tienda de bijoux donde demostré mi consumismo. Al llegar a la place du Tertre y debido a mi estado semiespásmico decidí que lo mejor era entrar en Chez Eugéne y que un capuccino servido por un camarero con boina me revitalizara el cuerpo y el espíritu. Cuando me lo tomé ya me encontraba mejor, pero me volví a sentir mal con la cuenta cuando vi: cinq euros le capuccino. La madre que parió a Chez Eugéne y a todos, mais enfin, para que luego digan que los catalanes somos tacaños.

Salí, estuve con los pintores, vi las afueras del Espace Dalí y del Musée de Montmartre. Luego me dirigí a le Sacre Coeur cuando una muchedumbre de dibujantes-retratistas-con-carboncillo me estaba persiguiendo diciéndome que querían dibujarme. Yo me hacía la interesante diciendo: No, no, merci (parecía una modelo). Después de la muchedumbre vino la calma y en este caso le Sacre Coeur. No me detuve, entré directamente pasando por al lado de la grabación de una serie o de una película. Entré y estaban haciendo una misa. Como unas cuarenta monjas (y faltaba sumarle los turistas) estaban en la misa. Yo me emocioné y haciendo caso omiso a los múltiples carteles de: Ne pas photo! Hice fotos. Siempre que entro en le Sacre Coeur tengo la sensación que si creo en Dios, o si lo poco que creo, tiene que ver con esa basílica. Tiene algo que al mirarla me hace llorar de emoción y mirad que Montserrat me emociona también.

Cuando salí bajé hacia el parque de Amélie (que yo llamo) que también puede llamarse del carrousel. Seguí el recorrido de las flechas del señor Quincampoix (ahora inexistentes) y un hombre de color con no sé qué jueguecito con hilos me siguió diciéndome no sé qué. Yo apliqué mi frase favorita y la que mejor me queda, la de: no, no, merci. Pero luego otro me vino detrás preguntándome de dónde era. Ese no llevaba hilos, ¿por eso debía ser más fiable? Yo, como ya había aprendido a mentir en París, dije que era italiana. Con un acento italiano y una gramática de pacotilla le solté otra frase y el hombre no me entendió, eso significaba que yo lo había hecho bien, había cumplido mi propósito comunicativo, así que me reí. Después, el muy zoquete fue repitiendo cuánto le gustaba. Parece que ligaba más en la France que en l’Espagne. Hay que decir, por eso, que a mí me gustan mucho los franceses y tengo debilidad por los que llevan boina o gorras hippies o barba de trois jours.

Seguí andando y me dirigí hacia el hotel. Caminé todo el boulevard Rochechouard y el Clichy, hasta que llegué a la estación de Blanche, subí hacia arriba por la derecha, pasé la crêperie, la boulangerie, le lieu du fruits du mer, el Café Bruant, et voilà! Je suis à l’hôtel autrefois. Me senté y dejé todo lo que había comprado en Montmartre. Comí galletas porque no había desayunado crêpe pero tampoco tenía ganas de comer. Miré en la televisión francesa una especie de ven a cenar conmigo pero francés, con distinto título pero misma esencia. Acabé de mirar el programa y me preparé para salir. Me sentía orgullosa porque iba a colaborar un poco con mi trabajo de investigación.

Bajé la cuesta de Lepic, metro Blanche, bajé en Belleville e hice transbordo hacia Rambuteau. El centro Georges Pompidou se mostraba imponente frente mí misma. Me dirigí emocionada hacia la fuente Stravinsky donde están algunas de las obras de Niki de Saint Phalle y hice fotos y fotos y fotos. Entré en el museo y me dirigí a la tienda. Compré la oferta de postales con obras de mujeres para mi trabajo, de Magritte, de Schiele, de Dalí, de Klimt, de Warhol y creo que ya está. Me quedé una media hora perdida sin saber dónde ir hasta que vi Tickets y me dirigí hacia allí casi corriendo. La chica que me atiendó, aparte de ser española, ¡me regaló la entrada y me felicitó! Esto ya era tener mucha suerte. Entré y me dirigí hacia unas escaleras donde vi Grand Salle y pensé que allí debía estar la colección del museo. Pero no. Hice el ridículo en una sala de conferencias y el guardia cuando salí ya me miraba con cara de sospechoso. Le expliqué con el mejor francés, y con el mejor acento que podía tener, lo sucedido y el hombre me explicó dónde estaba lo que yo estaba buscando y me dio unas cuantas anotaciones más. Mientras subía las escaleras pensé: nota mental; perfeccionar mi francés para saber construir mejores frases.

Llegué arriba, después de que una escalera me subiera tanto que je peux voir una vista panorámica de París, y entré en la sala de la colección del museo. Entré y me dispuse un orden para verlo todo. Me impuse el ir apuntando todas las mujeres artistas que fuera viendo. Después de dos horas, casi tres, de caminar a dos pasos, parar, caminar dos pasos, parar, acabé la colección del museo un poco molesta. Estoy ciega o ¿seguimos con el mismo sistema patriarcal? De las más de doscientas obras que había visto solamente diecisiete eran de mujeres, mon dieux! Fui a ver la exposición de futurismo y bla bla, para ver si me animaba y bueno, tampoco es que hubieran muchas mujeres. Salí cansada, rara, eran las cinco de la tarde y aun no había comido, madre mía.

Entré en el primer lugar que me dio mínimamente buen augurio y me comí un bocadillo de queso fundido ¡mmmh...! Después di una vuelta por las calles, contándolas, para que no se me olvidara dónde estaba el metro Rambuteau. Me entró como un estado de reflexión, me puse música e inicié la caminata al ritmo de su compás. Rápidamente tuve la sensación que todo mi cuerpo se movía en harmonía, que todo estaba entrelazado, así que anduve rápido porque así mi cerebro también pensaba rápido.

Al cabo de un rato y contando calles, volví a coger el metro en Rambuteau, hice transbordo en Belleville y me bajé en Blanche. Fui hacia el hotel a coger los papeles para hacer el check-in en un locutorio y mi amiga número cuatro, la recepcionista, me indicó el locutorio más próximo que estaba en la place des Abesses. Fui, hice el check-in y me sorprendieron los ojos de un chico, azules y profundos, ¡tentación! Mais non, no tenía la intención de hacer el Diario de una Ninfómana en París.

Volví al hotel y hablé con mi cuarta amiga (reitero que es con quien más conversaciones tengo). Hablamos sobre la ciudad y Barcelona, el RER y la RENFE. Subí a la habitación y dejé todo, estaba reventada. Me fui al Monoprix y me compré un jersey más ancho que yo qué sé y clips. Cuando llegué, yo con mi jersey nuevo puesto, ya no estaba mi cuarta amiga sino que estaba el que sería mi próximo quinto amigo, el recepcionista de noche.

Cuando me vio me saludó efusivamente y yo le sonreí. Subí a la habitación y me dispuse a coger lo mínimo para irme a comprar una crêpe au chocolat. Bajé por la rue Lepic y me paré en la primera crêperie que vi. Un chico árabe me dio medio conversación pero enseguida se dio cuenta que yo era extranjera. Le dije que era española y de repente apareció otro hombre, mellado de un diente en el lado derecho, que yo miraba y pensaba: ¡olé la higiene bucal! Y el hombre insistió en pagarme la crêpe ¡pero bueno! ¿No sabe que soy una mujer independiente? Le di largas, le dije que cogía el Roissybus en nada y que aun tenía que hacer las maletas, me dijo algo que no quise entender y yo le di unos golpecitos al puro estilo: ala, hasta otra.

Corrí arriba, no fuera que el mellado me persiguiera y cuando vi la cara de mi quinto amigo respiré aliviada. Cuando me vio el crep con nutella y yo le dije Bonjour! me dijo: oló! Y yo pensé, ay, mira, qué hombre más simpático. Subí, me comí la crêpe y me di cuenta que no tenía tijeras para abrir el paquete de clips, así que tuve que ir a mi amigo número cinco y pedirle unas tijeras. Él me sonrió, me las dio sin rechistar y me preguntó de dónde era. Él me contestó diciéndome que sabía un poco de castellano, pero comprobé que eso no era cierto del todo ya que me deseó las buenas noches con tartamudeo. Era un hombre fuerte y guapo pero no me despedí de él.

2/2/09

Día 1.

El día de mi decimoctavo aniversario, a las siete y cincuenta minutos de la mañana, cogí un avión que me llevaría a París: la ciudad del amor, del arte, de la bohemia, de la luz.

Después de pasar los controles de seguridad pertinentes me dirigí hacia la puerta de embarque, allí recibí mis últimas llamadas. Entré a la pista y hacía mucho frío y yo estaba nerviosa. Me subí a un bus que me llevaría al avión. Cuando el bus cerró sus puertas me dio la impresión de estar en un tren de mercancías como esos de la guerra y creo que la señora venezolana de mi lado lo notó porque inmediatamente empezó a darme conversación. Con un frío glaciar me subí al avión de AirFrance y me dispuse a fotografiar todas las nubes que había en el cielo. Dos asientos a la izquierda tenía yo a un hombre de color que ni me sonreía, se limitaba a mirarme de forma extraña como si yo fuera una intrusa. Al cabo de unos minutos se durmió. Cuando el avión estaba seguro en el cielo repartieron le petit déjeuner pero yo no tenía hambre porque había comido en el Pans&Company antes de embarcar. Mi compañero registrador con la mirada pidió un café au laît y cogió un croissant. Al girar la cabeza para mirarlo ya estaba durmiendo de nuevo. Este hombre es un caso. Debieron pensar que era un poco inepta porque un chico joven del servicio del avión me dio con la bandeja de las pastas en el brazo. El señor de color de mi lado era muy elegante. Vestía un traje gris oscuro que debía haberle costado lo que a mí todo el viaje. El reloj, los zapatos-bambas y el cinturón también parecían caros. Era como un clon de Vicente Izquierdo pero de distinta etnia. Yo en esos momentos ya había hecho bastantes fotografías. Además estaba en el asiento 9F la cual cosa me permitía ver todo el paisaje de una forma espectacular. En esos momentos solamente veía nubes pero antes había visto montañas y parecía todo como un pequeño pueblo liliputiense. Qué maravilla todo…

Estaba un poco asustada, tenía que afirmarlo. Tenía tres días para encontrarme a mí misma y qué mejor ciudad que París. La soledad no me asustaba, me asustaba lo que pudiera pensar o a las conclusiones a las que pudiera llegar. Pero no había vuelta atrás. Yo, la excéntrica jovenzuela de dieciocho recién cumplidos estaba volando sobre las nubes que me llevaban. Estaba camino de una experiencia inolvidable. Sabía que no me defraudaría. Y… quién sabe, quizá hasta fuera yo quien encontrase a la Maga (o quizá hasta la Maga llegara a ser yo misma).

Aterrizamos bien, Charles de Gaulle era más inmenso de lo que yo recordaba, unas cinco veces el Prat. Pero como siguiendo el camino dicen que se consigue todo yo seguí caminando y se me iluminó la cara cuando vi un cartel naranja que ponía Roissybus. Todo de gente esperando, yo solitaria rodeada de croatas, chinos, japoneses e italianos. Todos muy felices, sí, pero teniendo la misma cara, la de “a mí me da que nos perdemos”. Y fue la sensación de sí, de estar incrédula perdida en un lugar. Caminé la calle de las grandes Lafayette y como veía que el consumismo no era ni de buen trecho la solución, me dispuse a volver a la Opera Garnier y empezar desde el punto de partida. Fui delante, hice las fotografías merecidas y me senté totalmente guiri, con mapa, cámara, bolígrafo y un largo etcétera, a solucionar mi problema. Le puse al final coraje y me dije a mí misma: ¡Vamos a andar! Y así fue que andando, andando llegué a la Madeleine. Me recordaba a una mezcla entre Marta Panyella y Marius Querol. Mezcla de historia, arte y mundo clásico. Como mis pies ya no paraban llegué hasta la Concorde, donde habían puesto una noria como en Londres. Me desvié hacia la izquierda y entré en los Jardins des Tuileries. Puedo decir ahora que he visto tanto la historia de Roma como la mitología “en persona” ya que, tanto mitos como emperadores, todos, estaban allí representados con estatuas. Yo me helaba de frío, el frío me congelaba el cerebro y las botas se me estaban llenando de barro. No podía ni pensar. Es más, me atrevería a decir que ni siquiera era consciente de que estaba en París, sola (y creo que ahora tampoco soy consciente de ello del todo).

Finalmente un arco triunfal me anunció que había llegado al Louvre. Me volví a sentar pensando: “Va, vamos a hacerlo bien”, y me fui por la rive gauche. Caminé hasta el Musée d’Orsay y de allí me dirigía hacia la Tour Eiffel. Aún con voluntad tuve que pararme en una calle, entrar en una boulangerie y comprarme un suedois y una Coca-Cola para revitalizarme. Rodeada de niños y ancianos. Mi segunda amiga fue una paloma coja que tenía dos de los cinco dedos del pie, así que le di pan de mi suedois y hablé con ella. Creo que la gente del parque debía pensar que yo estaba majara. El caso es que me lo acabé en un visto y no visto y me fui a comprar la entrada para subir por enésima vez en la Tour Eiffel. Yo, lista y miradora de precios que soy elegí las escaleras. Pues a la familia de Gustave Eiffel le debían resonar los oídos porque cuando llegué arriba, después de subir trescientos treinta escalones y con la comida ya en los pies, sólo me acordaba de la madre que lo debió concebir. Fotos aquí, allá, e irme. Caminarme todos los Champs de Mars y llegar a l’École Militaire. Las botas más llenas aun de barro, los gemelos ya no me los sentía, así que casi no podía ni andar. Caminé por las calles y entré en una librería para comprar postales. Ahí hice mi primera enemiga: la señora del abrigo de piel que no cabía ni en un espacio entre dos secciones. Luego de la librería me fui al supermercado. Así que después de comprar tres manzanas y un paquete de galletas Lu me dirigí al Museé Rodin. No solamente me dejaron entrar gratuitamente sino que me felicitó todo el personal. Increíble museo, increíble Camille Claudel, increíble la sensación, el espacio perfecto para el/la artista. Y la sensación de tocar la obra de un maestro, tocar el resultado de la combinación de materia y forma, tocar el tiempo. Allí empecé a reflexionar un poco, quizá sea porque estaba en el banco de enfrente de “El pensador” de Rodin. Pensé sobre las relacones, los amores. Quizá soy demasiado nostálgica, no lo sé. Quizá en temas amorosos soy un poco novelesca, quién sabe, pero lo malo, el kid de la cuestión, es algo en lo que fallo: la confianza. El conocerse bien, sin prisa, con calma y dando lugar a los acontecimientos.

Pensaba por pensar así que me fui después de hacerle fotos a una pareja (¡bien, mi tercera amistad!). Así que el metro de Varennes tembló. Una buena experiencia. Es una especie de TMB pero parisino. Allí había de todo y con todos. Eso para mí es lo bueno de París. Hay mezclas de etnias, la gente no es tan racista como aquí y las parejas, amigos y conocidos, de etnias completamente distintas. El metro es más rápido que el de Barcelona, supongo que es porque la gente en París es más independiente. Bajé en Place du Clichy y a caminar se ha dicho. Subí dirección a Montmartre y me encontré con Abesses, ¡Qué lugar!, me encantaba. Luces, luces, luces, era como una especie de Nueva York personal y sexual, claro, porque todo eran sex shops. Subí una calle arriba y ¡casualité! Au marche de la butte delante de mis narices. Emoción, estaba en una calle no típica comercial, era una calle de barrio antiguo. Seguí bajando y encontré el hotel. Sentí tanta alegría que empecé a hacerle miles de fotografías. Entré y la recepcionista me pareció la persona más encantadora del mundo. Sería mi cuarta amiga. Me dio la llave, pagué y subí a la habitación número doce. Mi habitación daba a la calle Abesses así que veía todas las transformaciones del Montmartre propiamente dicho. Era bonita, pequeña y acogedora, como a mí me gustan. Me imaginaba esa habitación como una de esas que utilizaban los poetas malditos para escribir.

Después de colocarlo todo me dirigí hacia la tecnología, que en este hotel es gratuita (otro punto a favor) y recibí mails y mails. También escribí mi primera crónica. Subí de nuevo al cuarto y me fui a pasear por el barrio. Me enamoré. Es el barrio más precioso que he visto nunca. La rue des Abesses de noche era increíble. Cafés iluminados con luz roja, pescaderías, carnicerías, todo tipo de tiendas. Le Café des Deux Moulins de noche, en rojo e iluminado me encantó. Bajé hasta el boulevard Clichy y pasee, compré postales, sellos y guantes. Pasé por delante de cien sex shops, clubs y derivados. Fotografié el Moulin Rouge de noche, impactante, generoso y me dirigí al Monoprix donde hice las compras necesarias para mi higiene personal. Cené en un Quick, grasiento y de todo, pero da igual. Seguí caminando y me volví al hotel. Contacté unos momentos con la realidad a través de la tecnología y subí. Coloqué la compra en su sitio y escribí todas las postales. Estaba reventada. Sequé los calcetines y los pantalones en el radiador y me limpié las botas que estaban como un collage, llenas de barro. Me dispuse a leer “Los Puentes de Madison County” pero entre que la cama era demasiado cómoda y yo estaba demasiado cansada me dormí.

Me dormí con Montmartre animado, colorido. Cuando a mí se me cerraban los ojos al Restaurant Taroudant le palpitaban las luces, en el Café Bruant había parejas que se besaban y en la Boucherie Jacky Gaudin cerraban las persianas. Estaba rodeada de vida que se me estaba contagiando por segundos.